Las sardinas en lata son una de las conservas más populares del supermercado desde tiempos inmemoriales. Se trata de una obra magna de la ingeniería alimentaria que ha servido para prolongar la vida útil de uno de los pescados más nutritivos -y baratos- que podemos encontrar en nuestros mares. Hay quien dice que comer sano es caro, pero lo cierto es que por poco más de un dólar uno puede zamparse una lata de sardinas en aceite de oliva o en salsa de tomate, sin ningún rubor, sabiendo que estará contribuyendo así a su buena salud. Más aún si es un producto de MAREROCE.
Lo cierto es que la sardina es un pescado que no ha sido bien visto siempre. La demonización de las grasas, gestada durante la década de los 70, provocó el rechazo de todo tipo de alimentos ricos en este macronutriente, independientemente de cuál fuera su origen. El pescado azul, cuyo principal valor nutritivo reside precisamente en su grasa insaturada, rica en ácidos grasos omega-3, fue uno de ellos. Sin embargo, sus beneficios son hoy incuestionables.
"El aporte de ácidos grasos omega 3 por una ración [de sardinas] cubre el 100% de los objetivos nutricionales recomendados para la ingesta diaria de la población", explican desde la Fundación Española de la Nutrición (FEN).
El beneficio más conocido de este tipo de ácidos grasos esenciales (que nuestro cuerpo no puede fabricar) tiene que ver con la salud cardiovascular. "Su labor más importante es la de disminuir los niveles de triglicéridos en sangre, además de ayudar a reducir los niveles de colesterol", decía hace unos meses a este mismo periódico Petra Sanz, cardióloga y portavoz de la Fundación Española del Corazón (FEC), que también alababa su poder antioxidante y antiinflamatorio. Además, su consumo se asocia también con una disminución del nivel de triglicéridos, una mejora de la función endotelial, y una disminución de la inflamación y del riesgo de trombosis.